San Juan, el bautista

Icono de Juan El Bautista

La nueva profecía de Juan el Bautista

Volviendo a Juan el Bautista, él nos puede iluminar sobre cómo llevar a cabo nuestra tarea profética en el mundo de hoy. Jesús define a Juan el Bautista como «más que un profeta», pero ¿dónde está la profecía en su caso? Los profetas anunciaban una salvación futura; pero el Precursor no es alguien que anuncia una salvación futura; él indica a uno que está presente. Entonces, ¿en qué sentido se puede llamar profeta? Isaías, Jeremías, Ezequiel ayudaban al pueblo a superar la barrera del tiempo; Juan el Bautista ayuda al pueblo a superar la barrera, aún más gruesa, de las apariencias contrarias, del escándalo, de la banalidad y la pobreza con que la hora fatídica se manifiesta.

Es fácil creer en algo grandioso, divino, cuando se plantea en un futuro indefinido: «en aquellos días», «en los últimos días», en un marco cósmico, con los cielos destilando dulzura y la tierra abriéndose para que germine el Salvador. Es más difícil cuando se debe decir: «¡Helo aquí! ¡Está aquí! ¡Es Él!».

Con las palabras: «¡En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis!» (Jn 1,26), Juan el Bautista inauguró la nueva profecía, la del tiempo de la Iglesia, que no consiste en anunciar una salvación futura y lejana, sino en revelar la presencia escondida de Cristo en el mundo. En arrancar el velo de los ojos de la gente, sacudirle la indiferencia, repitiendo con Isaías: «Existe algo nuevo: ya está en marcha; ¿no lo reconocéis?» (Is 43,19).

Es verdad que han pasado veinte siglos y que sabemos, sobre Jesús, mucho más que Juan. Pero el escándalo no ha desaparecido. En tiempos de Juan el escándalo derivaba del cuerpo físico de Jesús, de su carne tan similar a la nuestra, excepto en el pecado. También hoy es su cuerpo, su carne, la que crea dificultades y escandaliza: su cuerpo místico, tan parecido al resto de la humanidad, sin excluir, lamentablemente, ni siquiera el pecado.

«El testimonio de Jesús -se lee en el Apocalipsis– es el espíritu de profecía» (Ap 19,10), esto es, para dar testimonio de Jesús se requiere espíritu de profecía. ¿Existe este espíritu de profecía en la Iglesia? ¿Se cultiva? ¿Se alienta? ¿O se cree, tácitamente, que se puede prescindir de él, apuntando más hacia medios y recursos humanos?

Juan el Bautista nos enseña que para ser profetas no se necesita una gran doctrina o elocuencia. Él no es un gran teólogo; tiene una cristología bastante pobre y rudimentaria. No conoce todavía los títulos más elevados de Jesús: Hijo de Dios, Verbo, ni siquiera el de Hijo del hombre. Pero ¡cómo logra hacer oír la grandeza y unicidad de Cristo! Usa imágenes sencillísimas, de campesino: «No soy digno de desatar las correas de sus sandalias». El mundo y la humanidad aparecen, por sus palabras, dentro de un tamiz que Él, el Mesías, sostiene y agita con sus manos. Ante Él se decida quién permanece y quién cae, quién es grano bueno y quién paja que se lleva el viento.

En 1992 se celebró un retiro sacerdotal en Monterrey, México, con ocasión de los 500 años de la primera evangelización de América Latina. Estaban presentes 1.700 sacerdotes y unos sesenta obispos. Durante la homilía de la Misa conclusiva hablé de la necesidad urgente que la Iglesia tiene de profecía. Después de la comunión se oró por un nuevo Pentecostés en pequeños grupos distribuidos por la gran basílica. Me había quedado en el presbiterio. En cierto momento un joven sacerdote se acercó en silencio, se me arrodilló delante y con una mirada que jamás olvidaré dijo: «Bendígame, padre; ¡quiero ser profeta de Dios!». Me estremecí porque veía que evidentemente le movía la gracia.

Con humildad podríamos hacer nuestro el deseo de aquel sacerdote: «Quiero ser un profeta para Dios». Pequeño, desconocido de todos, no importa; pero uno que, como decía Pablo VI, tenga «fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en la mirada».

P. Raniero Cantalamessa
Adviento 2007 en la Casa Pontificia

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Benedicto